sábado, 20 de abril de 2013

La Puerta


LA PUERTA

Cuando Moisés Cantero abrió el grifo esa mañana se quedó perplejo. Por un momento llegó a pensar en que todavía estaba dormido y no era más que un sueño. Le hizo retroceder inmediatamente a la infancia, cuando la vida era insegura y maravillosa, un territorio desconocido.

El agua le rehuía.

Parpadeó. Quizá fueran alucinaciones, provocadas por su vista cansada. Volvió a pestañear. Apretó fuertemente los ojos, frotándoselos con los nudillos, e intentó atrapar de nuevo el agua.

Y éste volvió a esquivar sus manos. El chorro se torcía hacia las paredes del lavabo.

Movió la mano: el agua se arqueó para evitarla.

Parecía algo diabólico.

Abrió el grifo del otro lavabo. Lo mismo.

“Dios mío, es cierto”, pensó. Por un momento había llegado a creer que todo era mentira, una especie de ilusión, una broma perversa. Empezó a ponerse nervioso, a figurarse cosas tales como la manera de ducharse, de beber o incluso de lavar el coche.

Alguien más entró en el lavabo. Para entonces el grifo ya había dejado de correr. Era Sebastián, un colega de Recaudación; apenas se conocían.

-Buenos días.

-Buenas.

Sebastián mostraba una manifiesta incomodidad mientras se lavaba: Moisés lo miraba fijamente y con expresión perpleja.

-¿Todo bien?

- Eh…

- ¿Mmmm?

- Eh… no.

-¿Pues?

-Me pasa algo con el lavabo

Sebastián lo miró de forma extraña, entre molesto y precavido. “Vaya, hoy me ha tocado a mí el chalado de turno”, parecía pensar mientras se secaba.

-¿Y eso?

-Mmmm.

Se acercó, alargó el brazo, titubeó, y, finalmente, abrió el grifo.

Sebastián dio un paso atrás, sólo por si acaso. Moisés acercó su mano, algo tembloroso. El agua empapó sus dedos y se deslizó entre ellos, fresca y suave como una bendición.

Sebastián se alejó aún más, acercándose a la puerta.

-Ya veo. Se ha arreglado. – Una pausa - ¿No?

-Mmmpfff.

Moisés esbozó una sonrisa. Todo había sido un error. Una equivocación, una ilusión, quizá, ¿qué más da? Se sentía casi resucitado.

El sonido de la puerta le despertó de su ensimismamiento, y exactamente al mismo tiempo el agua volvió a esquivarle.

Moisés dio un salto atrás. Sintió un golpe de calor y repentinamente un sudor frío se extendió por todo su cuerpo. Empezó a respirar agitadamente. Apoyó la espalda contra la pared, y se deslizó por ella hasta la puerta. Necesitaba salir de allí.

En el pasillo se sintió mejor. ¿Qué podía hacer? Miró a ambos lados. Nadie lo había visto. ¿Qué estaba pasando? Se sintió algo mareado. Volvió a su puesto de trabajo a duras penas, con la cabeza gacha, evitando las miradas de los demás. Pasaría el resto del día en un estado de semivigilia, intentando concentrarse para realizar las tareas más básicas, deseando salir de la oficina y temiendo el momento en que tuviera que volver al baño.

Cuando llegó a casa su mujer se alarmó por su actitud. Lo mandó a la cama, pese los intentos de Moisés por explicarle su situación. Rechazó su calmante. En su lugar se tomó un par de copas de vino y se acostó tal cual. Quedó instantánea y profundamente dormido.

A la mañana siguiente decidió armarse de valor y darse una ducha. Con algo de aprensión abrió la puerta del baño y se acercó al grifo. Suspiró y lo abrió. Acercó muy lentamente la mano. Con la misma parsimonia el agua empezó a alejarse. Dio un manotazo, pero el agua trazó una semiesfera y escapó limpiamente. Cerró el grifo. Ni siquiera la gota más diminuta había entrado en contacto con su piel. Probaría entrando dentro de la bandeja. Se quitó la ropa. Se colocó exactamente debajo del surtidor y abrió de nuevo el grifo. El agua lo evitaba como si le recubriera una campana transparente. Le pareció algo terrible y maravilloso al mismo tiempo,

- ¡Cariño! ¡Cariñooooo!

- ¿Qué pasa? - Su mujer asomó la cabeza por la puerta, y en ese preciso instante el agua comenzó a recorrer su cuerpo, como si no hubiera pasado nada. Moisés se quedó quieto, con las rodillas ligeramente dobladas, en una postura humillada. Sonrió.

Empezó a farfullar una risa contenida.

Fue gracias a esta capacidad para encontrar la retorcida comicidad de su nueva situación que Moisés Cantero se mantuvo relativamente sereno durante los días siguientes, ocultando a sus allegados la naturaleza de su problema. Intentaba ir al baño cuando hubiera alguien más en él, y también beber agua siempre a la vista de alguien, para lo cual a veces tenía que encontrar maneras de llamar la atención de aquéllos a su alrededor. Acostumbró a lavarse los dientes al mismo tiempo que su mujer, y a llamarle mientras se duchaba y buscar excusas para retenerla el tiempo imprescindible para asearse mínimamente.

A medida que pasaban los días, Moisés Cantero fue habituándose a su nueva relación con el líquido elemento. En lugar de encontrar motivos de disgusto, buscaba oportunidades para experimentar ese particular comportamiento del agua en su presencia.

En verano se acercó unos días a la playa con su mujer. Una mañana, apenas despuntando el sol, salió a hurtadillas de la habitación. Bajó hasta la playa y buscó una cala pedregosa, vacía y apartada de todas las miradas. Se cercioró de que no había nadie alrededor y plantó un pie en la orilla. El agua se dividía al acercarse, como una sábana hendida por un filo invisible. Incluso la arena se secaba bajo sus pies. Con pasos cada vez más firmes, iba horadando un pasillo líquido que se cerraba tras él. Pronto comenzó a sellarse también sobre su cabeza, para finalmente encontrarse caminando en el centro de una diminuta burbuja bajo el mar. Moisés creyó hallarse en posesión de un poder ignoto, primordial y aterrador. Podía examinar la vegetación marina en el suelo, secándose de inmediato al tocarla. Alrededor suyo podía vislumbrar sombras de peces.

De pronto se dio cuenta de que bajo sus pies se había formado un camino adoquinado. “Debe tratarse de un efecto producido por la erosión”, pensó, Continuó avanzando y apareció, sumergida frente a él, una sombra de gran tamaño. Al acercarse y apartarse el agua, descubrió un muro algo más alto que él, con una puerta oxidada y oscura que tenía una inscripción a la altura de sus ojos. Se aproximó para leerla. No era fácil, pues la enorme masa de agua apenas dejaba pasar la luz del amanecer al interior de la burbuja, pero finalmente pudo entrever, mientras sentía un vuelco en el corazón, que la inscripción rezaba:

“Moisés Cantero”

Dio un paso atrás y examinó mejor la puerta. Tenía los bordes oxidados y una pesada manilla de plomo. Acercó la mano, en un estado de suspensión, con una leve sonrisa en sus labios. Tiró del picaporte, que soltó un quejido mientras cedía. Entre los gemidos de los goznes se dejaba oír un lejano chapoteo. Todo era negrura, pero al fondo se podía apreciar un leve resplandor de un color indefinido.

Moisés ya no dudó. Entró y cerró la puerta tras de sí.